Sigo en Julio - Cuento
Todo empezó en Julio. Cuando tuvimos aquella primera pelea mientras los rayos de sol del último ocaso de primavera atravesaban el ventanal de la cocina a las 16:36. Fue algún tipo de absurda discusión, creo que era por mi supuesto acaparamiento del baño. Algo tan simple y banal causó en ti una irracional ira, o quizás ese algo tan simple y banal fue lo que hizo explotar en ti una irracional ira que habías estado acumulando desde hace mucho más tiempo del que decías recordar. Jamás habías gritado, la furia no era parte de tu personalidad pero bastó un ostentoso grito acompañado del olor a tabaco que desprendía tu cigarrillo para destruir una construcción más compleja que los jardines colgantes de Babilonia. Bastó un solo grito para destruirnos.
Después de 30 eternos días de invierno siguió Agosto. Cuando decidiste despertar, preparar café, tomar tus maletas y desaparecer; cuando lo único que me quedó de ti fue un sobre sellado y la incesante llamada de un abogado. Esos días azules los pasé en negación: ignoré las cartas en el buzón, enterré mi teléfono en el jardín e hice oídos sordos al hombre vestido en un traje elegante, con un sombrero Porkpie, una corbata a cuadros roja, un maletín de cuero negro y gafas de sol al que mandaste a la calle Franklin 220 (lugar al cual alguna vez habías llamado «casa») para convencerme de firmar las 27 páginas llenas de palabras rimbombantes contenidas en un portafolio verde enebro que trajo todos los días durante 2 semanas.
Como todos los años, luego del octavo mes siguió septiembre. Cuando traté de suprimirte de mi mente con copas de champagne y exhaustivos viajes en el ferry de madrugada. Cuando no te estaba ahogando en Pinot Noir y anhídrido carbónico o en las profundidades del lago Erie solía sentarme en la acera frente a la taberna de la calle 3 (esa que está entre el cinema y el restaurante italiano, detrás del centro comercial) donde a veces ibas a tomar un café. Jamás tuve la valentía necesaria para entrar, qué tal si me sentaba en la misma mesa en la que tú te solías sentar, o si ordenaba el mismo croissant que tú solías ordenar, o si dejaba la misma cantidad de propina que tú solías dejar, ¿reconocería el mesero la semejanza en nuestro actuar? ¿Sospecharía que entre nosotros existiese cierto tipo de relación? ¿Me preguntaría si te conozco, un antiguo fiel cliente que no había visto hace 33 días, una vez las similitudes entre tú y yo fuesen demasiadas?
Busqué desesperadamente que octubre terminara. Cuando tus plantas de Windermere soltaban aquella fragancia tan dulce, tan pura, tan tuya; la casa se llenó de fantasmas, de memorias, de dolor; el silencio me aturdía, me envolvía, me sofocaba. Tratando de escapar dejé las llaves debajo de la maceta que nos regaló tu madre (la que tiene las margaritas) y caminé hasta la estadía más cercana. Pasé cada día desde el 10 hasta el 31 leyendo poemas sobre ti a completos extraños. Entonces, si alguna vez te encuentras en Cotswolds y todo el mundo sabe que odias los aviones y que aprendiste a nadar en Hawái, no te espantes; si saben que te encantaba ver las gotas de lluvia deslizarse por el cristal en la mañana o que cada vez que el cielo estaba lo suficientemente nublado y la sala lo suficientemente templada tomabas uno de esos libros del estante que están siempre llenos de polvo y te sentabas en aquel horriblemente incómodo sofá rojo de Cashmere hasta quedarte dormido, no te asustes; yo se los conté todo entre versos y sollozos.
Tuve un gris noviembre. Cuando ya había negado, ahogado y llorado la situación, me sentía vacía por dentro. Ya no tenía razones suficientes para extrañarte como antes y tú ya no tenías razones suficientes para volver a amarme. Sin ya pensarlo mucho firmé los papeles con dos condiciones: yo me quedaría con el horrible sofá y con la colección europea de cuadros (la que habíamos encontrado en una feria mientras nos perdíamos en París). No lo pensé mucho, pero lo pensé lo suficiente como para saber que no querrías perder el sofá. La negación a mi pedido alargaría el proceso, mi persistencia evitaría tu ausencia definitiva. Cediste la colección sin pensarlo dos veces y para mi sorpresa, la condición que pensé pospondría tu plan por varios meses solo fue un problema por dos semanas. Era muy tarde para crear una nueva excusa, entonces, al pie de aquel inconmensurable conjunto de hojas de papel se encontraron, un día 26, nuestras firmas.
Diciembre llegó sin aviso a mi puerta, a mi nueva, más angosta, rústica puerta. Tuve que llenar una casa con nuevos sofás, vajilla, sábanas y en vez de plantar arbustos de Windermere opté por plantar Wisteria, dejé las margaritas a un lado y compré docenas de claveles para llenar el jardín.
Todo lo que había sido nuestro ahora era o solo tuyo o solo mío, “nuestro” ya no existía así que tuve que arreglármelas para saber cómo llenar aquellos espacios vacíos que debieron haber sido ocupados por lo tuyo en el lugar al que trataba ahora llamar hogar. Cuando ya casi no había esquinas deshabitadas ni cajas que desempacar me senté y escribí tratando de encontrar las palabras que pudiesen expresar con claridad mi dolor.
Resulta que las palabras que pudiesen expresar con claridad mi dolor no existen. No son palabras lo que necesito para consolarme, no es una explicación lo que busco darte, esto no es una narración de los últimos seis meses de mi vida; esto es un llanto de auxilio, un último clamor.
Yo sigo atrapada en el séptimo mes del año. Sigo desarrollando las manías que tu falta causaron. Sigo usando aquel anillo que me diste mientras decías “hasta que la muerte nos separe”. Sigo ignorando las cartas en el buzón. Sigo contemplando la taberna de la calle 3 los fines de semana. Sigo leyendo poemas sobre como odiabas ir a dormir sin calcetines. Sigo sentándome en el sofá cuando las nubes cubren el inmenso sol y la fogata ha calentado lo suficiente la diminuta habitación a la que llamo sala (hábito que adopté durante las dos semanas de disputa sobre dicho inmueble). Sigo negando el hecho de que despierto en una nueva cama vacía. Sigo soñando con la idea de que vuelvas.
Sigo congelada en el tiempo.
Yo, sigo en Julio.